23 julio 2007

13. Condo al teléfono

Es cierto que una vez, hace mucho tiempo, había escrito algunas colaboraciones en una revista de temas de salud alternativa, pero la novela era otra cosa muy distinta. Fue precisamente el jefe de redacción de aquella publicación quien me dijo “Tú tendrías que escribir una novela”. Entonces no le había hecho ningún caso, porque era buen tipo pero –según mi parecer- demasiado joven para opinar.

El libro que intento escribir hace tiempo trata de una mujer de casi sesenta años, Elisa, que regularmente, como medida terapéutica prescrita por el psiquiatra que la atendió durante una larga depresión hacía muchos años, comenzó a escribir cartas al hijo que había abortado de muy joven. Dejó de medicarse poco después, pero le cogió el gusto y continuó escribiéndole hasta convertirse en una costumbre. Cada vez que lo hace cierra la carta en un sobre, pone en él el nombre de su hijo, Abel, y la echa sin añadir ninguna dirección en cualquier buzón de correos (esto no era indicación del médico, sino una ocurrencia suya).

Este fin de semana he venido al pueblo, a la casa que me dejó mi padre en un pueblo del interior que no ha crecido tanto como los demás. A pesar de lo que me gusta el campo, no vengo mucho porque está demasiado lejos, y porque está dejada: es una casa sin vida, con la melancolía por único habitante, y cuando voy tengo la sensación como de estar de más en ella. porque la habitan un silencio espeso y un agrio olor a vigas carcomidas. Lo bueno que tiene es este gran ventanal del comedor.

Llevo buena parte de la mañana intentando escribir, pero no puedo concentrarme. Hay dos tipos de escritores: los que dependen de las musas y los que no. Según estos últimos, el hambre viene comiendo; es decir, se trata de disciplina, de ponerse aún sin ganas, y algo sale. Si es con un café quizá salga antes.

Tras sentarme con la taza delante de mí, me he quedado pensando en una entrevista que había leído hacía poco, donde un escritor muy conocido recomienda escribir como si ya estuvieras muerto y nada importara. O algo así. Si escribir es como parir, a veces hay como dolor de contracciones, eso es lo único que sé. Pero imaginarse muerto es otra cosa bien distinta. Qué duro es todo esto, ¿por qué me habré metido ahí? Y lo peor: ¿por qué continúo ahí? El único que conozco que me entiende un poco es Condo, porque él no solo escribe sino que, además, publica. Vete a saber cuántos siglos hace que publicó lo primero. ¿De qué trataría?

Se oye un ladrido lejano y el tiempo se para sintonizado: la película de mi vida ha pasado a resumirse en una escena paisajística con las montañas del horizonte y el ladrido de aquel perro por toda banda sonora. Una película lenta como las de Angelópoulos. En algún lugar de mí se efectúa una especie de defrag mientras repaso la curva de las montañas con un dedo imaginario que no hace falta ni levantar: una cadena de cumbres lejanas en gris, la de enfrente de un gris azulado más oscuro, la siguiente en proximidad entre azul y verde. Y el perro.

Suena el móvil.

-¿Qué tal, condesa?

-Hombre, hablando del papa de Roma...

-¿Pensabas en mí? Cuánto honor –bromea Condo.

-Estaba intentando escribir –informo.

-Oye –él siempre a su bola-, ¿tú sabes si el tomillo necesita mucha agua?

Es un caso. Igual desaparece durante días y días y luego llama para preguntar sobre el tomillo. Sabe de todo menos de cosas prácticas.

-Pues... creo que no mucha.

-Así que estás inspirada, ¿eh? –dice-. Pues nada, no interrumpo más...

-Condo, espere...

-Diga usted.

-¿Para qué se escribe?

-Pues para encontrar al lector. ¿Es que no recuerdas lo que conté en aquella memorable conferencia mía? A veces uno basta, si sabe dimensionar lo que el autor pretendió exorcizar o perder de vista.

-¿Y por qué se sufre tanto escribiendo?

-Bueno, la literatura es una forma de inocular en otro un sufrimiento, una sorpresa, un hallazgo. Un modo de transformar heridas en creatividad, de vengarte sin ir a la cárcel. La venganza se sirve fría, no lo olvides. ¿Entiendes?

-No del todo –confieso-, ya sabe que soy un poco lenta.

-¿Qué es exactamente lo que temes?

Me avergüenza decirlo, pero con él no hay más remedio porque si conecta la telepatía será peor.

-Que la novela acabe sustituyendo al párroco tras el confesionario. Algo así.

-Ah, es eso... –dice Condo al otro lado-. Pues te daré una pista, hoy me pillas generoso, ¡ja ja! Verás, de la vida se extraen personajes y esos personajes se transforman en palabras, pero a su vez esas palabras contadas en un libro configuran un nuevo personaje con su propia alma, con su propia carne, su propia lógica... La literatura es un ejercicio de distancia, de disociación, de dislocación, tu puedes hablar de lo que quieras a través de un personaje pero no a través de ti siempre que esa narración represente una especie de transgresión respecto a la historia en sí. ¿Me sigues?

-Sí –digo para mí misma aunque no muy convencida.

-El proceso creativo –continúa la voz de Condomina, embalado- es precisamente la posibilidad de reinterpretar el mundo desde el otro lado, y eso es algo que no se hace desde la nada.

La nada. La Historia Interminable. El niño que se lee a sí mismo leyendo, la...

-¿Usted cree que está mal escribir sobre alguien que escribe?

-No se trata de mal o bien, condesa. Es inevitable que las personas seamos una novela, un proyecto, y también es usual que seamos el proyecto, la novela de otros.

-O sea –pienso en voz alta-, que quizá a nosotros también nos escriben.

-Podría ser. Pero recuerda: escribir una novela es también, de alguna manera, reconstruir una historia, darle un sentido renovado... pero moldeado a tu gusto sin que nadie note nunca la diferencia.

-Ya...

-Lo que debes evitar siempre es querer hacer literatura. No hay literatura: hay lo verdadero y nada más –sentencia-. No escribas para nadie, ni siquiera para ti misma, escribe como si le escribieras a Dios, hazme caso. Escribir nada tiene que ver con lo verbal, aunque lo verbal sea tomado como pretexto para acercarse al nudo de la trama, pero se trata de un lenguaje que no está en la lengua sino en la mano, es la mano la que recoge los esputos que salen de la boca y los pone en otra clave.

-Sí, a veces me ocurre.

-¿El qué?

-Que escribo cosas que no sé de dónde salen, como si la mano escribiera sola, como si...

-Pues eso no hay que retocarlo nunca, hay que dejarlo así, esas cosas son como pequeñas joyas en bruto.

Cómo me conoce, sabe que soy muy dada a retocar, y eso que no ha leído nada mío. Suspiro.

-Gracias, tomaré nota de todo esto... Páselo bien, Condo –me despido, pensativa.

-Hasta pronto.

Las montañas siguen ahí al fondo del ventanal pero el perro ha dejado de ladrar. Entonces he pensado "Bien, soy Elisa y escribo para Dios", y he visto cómo la mano se ha puesto a escribir a Abel en medio de un vacío terrible, sin pensamientos ni deseos:

“Y sin embargo ¿qué es eso que se busca, para lo que aún no se ha inventado la palabra correcta, y que se sabe que no se encontrará?

A veces está en una paloma muerta bajo el sol, otras veces junto a la oreja de una dependienta de supermercado. Donde seguro que no está es lejos, Abel, ni junto al farol de aquel cuento que te conté una vez. Puede estar en cualquier parte y yo me pasé la vida buscándolo erróneamente en una mirada, escrutando siempre más allá de todas las pupilas, por si acaso. Y, como entonces era muy ingenua (o aquella era una necesidad demasiado apremiante, demasiado ardiente, como son muchas cosas cuando se es joven) solía verlo enseguida, lo veía aunque no estuviera ahí, lo he visto alocadamente en muchos ojos, en muchos tactos y susurros. Pero no estaba, en realidad no estaba más que en mi deseo.

Buscaba algo que haya sido sentido, más que al sintiente (aunque también, porque si hubiera encontrado al sintiente, entonces..), una especie de reflejo, una intuición, un más allá de lo tolerado, una herida insuperable. Buscaba la rabia incontestable de la finitud, del conocimiento, la aceptación seguida de la angustia, seguida de otra aceptación sin nombre, la magulladura de la cadena que ata a la eterna trampa, un estigma, ¿comprendes, Abel? Lo que buscaba, con la desesperanza del indigente que busca algo comestible en un vertedero, era otro desasosiego que comprender, aunque fuera paralelo y jamás se fuera a encontrar con el mío sino en la urdimbre de lo irremediable, en la sed de compaginación. Lo buscaba en unos ojos o una caricia aguada, no importaba que pareciera aguada si decía lo que debía decir, en cualquier cosa que se pudiera pensar luego con palabras que se pudieran rebobinar y evocarlas más tarde para mantener la calma en el ojo del volcán. Buscaba un instante de aterramiento parecido al mío o mínimamente similar, un miedo al vacío saltado limpiamente con una pértiga hecha de sílabas inventadas sólo para mí, un intento anacrónico de deshacer el maleficio con el lenguaje. Porque, sino, ¿para qué nos han sido dadas las palabras, hijo, sino para estropearlas por el uso y luego comprar otras nuevas? Y siempre que lo encontraba me decía "ahora sí", pero nunca era, los nombres acababan deslizándose inevitablemente en un vacío demoledor. Lo que menos podía imaginar era que no lo encontraría en unos ojos sino en un verso, en un suspiro mudo. Y cuando lo encontré me dije otra vez "ahora sí", pero entonces lloré lágrimas de oro rojo porque ya era tarde.”

sep-06

modif oct-2007

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sencillamente Magistral, Ana!

Francisca